19 mayo 2009

La placeta del Cid

Sentado en su silla, mientras se preparaba para escribir en su ordenador, le vinieron a la memoria aquellos largos años de niñez en la plaza del Cid Campeador de Algemesí, ciudad que lo adoptó como hijo y en la que siempre ha permanecido.

Los recuerdos de aquella plaza le hacen estremecer el corazón. Allí disfrutó de tantas y tantas experiencias que lo adiestrarían para su futura vida, recibió tantos golpes que le servirían para endurecer su corazón. Lo pasó tan bien allí, que siempre que se pregunta a sí mismo por la mejor época de su vida su pensamiento viaja al instante a aquella época y la revive de nuevo, deleitándose con los recuerdos y la sabiduría que le da el tiempo pasado.

Hoy esa plaza ya no tiene nada que ver con la que recordaba. La primera, la que sus recuerdos dan como la buena, estaba dividida en dos secciones, una grande en forma de triángulo, cuyos ángulos estaban redondeados por unas amplias semicircunferencias, que hacían difuminarse la primera figura, y otra circular muy pequeña, que era la que los falleros utilizaban como base para la plantá de su Falla.

También se podría decir que esa pequeña circunferencia tendría, el dudoso honor, de ser la primera rotonda de su pueblo. Aunque ya hace muchos años de aquello, y en aquel entonces sus viajes por las calles que rodeaban a su plaza eran pocos, lo cierto es que a su memoria no llega ningún recuerdo sobre algo parecido en los alrededores.

Tampoco acude en su ayuda el recuerdo cuando piensa en todos aquellos viajes, con el coche de su madre, a las playas de Cullera. Tampoco ahí acude a su memoria nada parecido a aquella pequeña rotonda. Es más, en aquel entonces aquello no tenía ni nombre. Simplemente era un trozo de acera sobre el que jugar, que se hacía servir por los gallitos de la cuadrilla como prueba. Una prueba, con la que demostrar una sutíl hombría, mientras se aventuraban a cruzar los tres o cuatro metros de calzada que la separaban de la plaza.

No era tanto el hecho cruzar la calle para demostrar dicha hombría, como el de desafiar a los adultos, que desde los balcones y los asientos de la plaza vigilaban a toda la chiquillería, y con sus reprimendas y amenazas de chivarse a nuestros padres, conseguían que la mayoría ni siquiera intentara aquella tropelía.

Por aquello ya eran respetados aquellos chicos. Solo por aquello, decimos ahora unos años después. En aquel entonces, ese derroche de valor era suficiente para darles el mando de la cuadrilla, para que se convirtieran en jóvenes caudillos de una jauría de niños. Una jauría cuyos límites territoriales estaban debidamente delimitados por otros caudillos de edad más avanzada. Unas fronteras que se limitaban a la plaza y un par de calles poco transitadas.

Aquella plaza, delimitada por tres grandes árboles, sobre uno de los cuales colgaba un botijo del que todos los niños y abuelos bebíamos. Aquel del que estaba encargada la señora Rosita, el que nos revivía con su líquido elemento. Allí se centraba toda la actividad de nuestro pequeño protagonista.

Bueno alrededor de este botijo y de la Bodega de Paco, actualmente abierta aún, y a la que siempre le estaré agradecido por haber sido un lugar de avituallamiento de decenas de niños, cuando el botijo, por a o por b, no pudo ser rellenado a tiempo.

Aquella bodega tenía una ventana al exterior por la que los niños, a la carrera desde la plaza y casi ya sin aliento, pedíamos de viva voz y esperando una respuesta siempre afirmativa e inmediata, un vaso de agua con el que saciar la sed. Durante todos los años que viví allí, y fueron muchos, nunca escuché de la boca del dueño una mala palabra, una queja, o una llamada de atención que nos hiciera pensar que no volviéramos.

Es extraño, pero ahora que recuerdo esto, debo reconocer que ni siquiera se si el nombre de este buen hombre fue alguna vez el de Paco, ni siquiera recuerdo su cara, tampoco si estaba casado. No recuerdo tampoco que ninguno de nosotros fuera su hijo, y menos aún si el dueño de ahora sigue siendo el mismo de aquel entonces.

De pronto recordó que quería escribir algo en su libro, ¿Qué era? Ah! sí, la plaza del Cid Campeador, de ella quería hablar…Y dispuso las manos sobre el teclado, comenzando a pulsar las teclas al ritmo que le marcaron los pensamientos.

10 comentarios:

  1. Un bonito relato poblado de imágenes y sonidos. Evocador. Perteneciente al tiempo en que los niños saltaban y se relacionaban con otros niños y no perdían su tiempo mirando la consola portátil.

    Saludos.

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  2. Si Alicia, de aquel entonces es el relato. Siempre quise escribir sobre aquel maravilloso botijo que aunque muchos no lo puedan creer, colgaba de verdad de aquella rama del árbol.

    Un beso.

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  3. Pero que yo había comentado aquí!!!

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  4. No Sara, lo leísta para corregirlo pero no hay comentario...a no ser que no se grabara por algún motivo jejejee

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  5. Menos mal que no particpas jajajajajaja, muy bueno tu relato ;)

    Besitossssssssssss

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  6. jajaja, gracias pero no creo que tenga nivel suficiente para compararme con nadie jejeje

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  7. Estupendo Antonio, me hiciste recordar esos botijos que se encontraban dispersos por mi ciudad pequeña y, que a base de manosearlos, se les oscurecía la panza tanto, que las abuelas acababan haciéndoles una funcha de crochet.

    Una pena que no quieras participar. Un saludo.

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  8. Es verdad, recuerdo el botijo con una redecilla alrededor jejeje

    No participo porque algunos puntos me los llevaría yo y eso no está bien. El concurso está para conseguir lectores para todos, no votos.

    Un saludo jejeje

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  9. La infancia es una etapa sobre la que se camina a lo largo de los años, por más que pasen...
    Nostalgica y entrañable tu Placeta del Cid amigo.
    Un abrazo.

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  10. Me alegro que te gusta la descripción de aquellso tiempos. Sin duda uno daría lo que fuera por volver a revivirlos.

    Un beso.

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