La plaza del Cid, esa es la plaza en la que me crié. El encerado sobre el que pasé mis más tierna infancia, donde descubrí a los amigos, donde aprendí a jugar. Y la calle que veis perderse en la lejanía, sí, esa que nace en esta maravillosa plaza, es la calle Dos de Mayo, donde un servidor vivió durante mucho tiempo.
En esa calle, en el bajo del número seis, había una enorme puerta de madera de un garaje que nosotros, mi hermano, Iván, Jose y yo, utilizábamos de portería. Bueno, de portería y muchas otras cosas más, puesto que con tiza le dibujábamos dianas, la utilizábamos de casa para el pilla pilla, para muchas cosas, no en vano era nuestra posesión más preciada.
Porque si amigos, en aquel tiempo los niños jugaban en la calle. Y por esta no pasaban tantos coches. Jugábamos a fútbol, al monopatín, a pillar, a las carreras de coches con aquellos coches de miniatura, al escondite. Y si nos alejábamos mucho de la plaza, siempre había un vecino o vecina que nos decía; "¿Sabe tu madre que estás tan lejos de casa?¡Vuelve enseguida a la placeta!"
También nos hacíamos nuestros tirachinas,y en invierno y sin alejarnos no más de dos o tres manzanas de nuestra calle, nos dedicábamos a cazar lagartijas. Pero no solo nosotros cuatro, nosotros no éramos más que los cuatro mejores amigos, cuando nos juntábamos todos los vecinos del barrio éramos muchos, más de cincuenta.
Y no había diferencia de edad entre los amigos. Habíamos de ocho o nueve años, y otros que llegaban ya a los doce, y todos jugábamos juntos. Evidentemente nosotros, los pequeños, siempre íbamos a remolque de los mayores, pero nos sentíamos aceptados, parte de un grupo increíble de jovencitos que tenían, como única finalidad en la vida, jugar y ser felices.
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