Seguramente habría sido aquel hombre misterioso que había aparecido por detrás de la barra del bar el que, a escondidas, le había proporcionado aquella droga que ahora lo adormilaba mientras conducía. Las farolas, las líneas que delimitaban la carretera, incluso las señales de tráfico, que sucesivamente se acercaban a él a velocidad de vértigo y pasaban de largo rozando su mirada a derecha e izquierda, iban convirtiéndose poco a poco en meras insinuaciones de lo que un día llegaron a ser en realidad, advertencias de peligro.
Tal vez nunca debería haber ido a aquel lugar de la mano de una preciosidad como aquella que, de improvisto, lo había abordado en medio de la calle con una mirada lujuriosa que poco más que le había quitado el hipo que desde el día de su nacimiento lo acompañaba a todas partes. A decir verdad en ese momento no se había dado cuenta, pero ahora, rememorando la noche y reviviéndola tal cual la recordaba, no dejaba de sorprenderle el hecho de que no, no recordaba el cansino sonido que durante tantos años lo había acompañado.
Sería, como decía su madre cuando era un renacuajo, que toda aquella demencial dolencia respiratoria no habitaba para nada en su cuerpo, sino más bien en una desolada, afligida y desconsolada mente enajenada, carente de raciocinio y falta, como no podía ser de otra manera, de cualquier atisbo de razón que convirtiera al ser que la habitaba en algo más que un andrajo zarrapastroso cuyo único fin en este mundo había sido nacer para convertir la vida de su difunta y santa madre en un infierno en vida que no acabaría, cómo no, hasta que él mismo, con un hacha, valor y rabias incontenidas, acabara con un certero golpe seccionando en dos la cabeza de quien, durante décadas, no había hecho más que culpabilizarlo por las desdichas padecidas.